
Comer es una necesidad, pero también es un acto profundamente humano. Detrás de cada platillo servido hay historias, intenciones y emociones que se entrelazan entre sabores y conversaciones. Porque la mesa no es solo un lugar donde nos alimentamos: es un espacio de encuentro, un escenario donde se construyen vínculos y se comparte algo más que comida.
Comer acompañado sabe mejor
Seguro lo has notado: incluso el platillo más sencillo puede saber mejor si lo compartes con alguien que te importa. Esto no es casualidad. Diversos estudios señalan que comer en compañía eleva nuestros niveles de oxitocina, una hormona asociada con la empatía, la conexión y el bienestar emocional. Así, una mesa compartida se convierte en un pequeño refugio, donde las conversaciones fluyen y las risas se mezclan con el aroma del pan recién horneado o del clásico platillo de mamá.

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De hecho, en muchas culturas, desde el banquete mediterráneo hasta la comida familiar mexicana, compartir los alimentos no es una cortesía, sino una forma de afecto. Una manera de decir “te quiero”, “te extraño” o incluso “lo siento” sin necesidad de palabras.
El arte de compartir
Desde pequeños aprendemos que compartir la comida es también compartir la vida. Ya sea en un elegante restaurante durante una cita, una cena navideña con toda la familia o en la sobremesa de domingo con las personas más cercanas, el acto de pasar el salero, servir otra porción o brindar por algo, crea una conexión que refuerza los lazos y genera pertenencia.
Porque alrededor de la mesa todos somos iguales. No importa si eres el jefe o el becario, el abuelo o el niño más pequeño, todos tienen un lugar y una voz. En la mesa se escucha, se debate, se consuela. A veces se llora, otras se celebra.

Comunidad a cucharadas
Más allá del núcleo familiar, la mesa también tiene el poder de construir comunidad. En los mercados, fiestas patronales o puestos callejeros donde se come de pie pero se platica como si nos conociéramos de toda la vida, la comida se vuelve excusa para reunirnos, reconocernos y pertenecer.
La gastronomía no solo transmite sabores, sino también saberes. Compartir lo que tenemos —aunque sea poco— es una forma de resistencia afectiva. Es poner la mesa como un acto de generosidad en tiempos donde cada quien parece ir a su propio ritmo.

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Y es que, mientras los algoritmos nos aíslan y las notificaciones nos distraen, la comida nos reúne. Porque mirar a los ojos mientras chocamos nuestras copas es un acto de presencia. Y estar presentes hoy, más que nunca, es urgente.
Cocinar para otros: el gesto más puro
Quien cocina para alguien más, ofrece algo más que alimento. Ofrece su tiempo, su atención y una parte de sí. Por eso, la cocina siempre ha sido un lugar sagrado dentro de las casas, ahí donde el amor se transforma en salsa, en pozole o en arroz con leche.
Cocinar y comer juntos es una forma de decir: “importas”. Tal vez por eso, las mesas más recordadas no son las de los restaurantes más caros, sino las de casa, las de la abuela, las de la primera cita o del desayuno improvisado después de una noche larga.
Así que hoy te invitamos a hacerlo con más intención; pon la mesa, apaga el teléfono, sirve algo sencillo. Y comparte. Porque la comida, al final del día, es el puente más sabroso entre un corazón y otro.
Fuentes
Barcat. J. (2021). Compartir la mesa, compartir el conocimiento. Medicina (Buenos Aires), 81(1). Recuperado de: https://www.medicinabuenosaires.com/indices-de-2021/volumen-81-ano-2021-n1-indice/compartir/
Dunbar, R. I. M. (2017). Breaking bread: the functions of social eating. Adaptive Human Behavior and Physiology, 3(3), 198–211. Recuperado de: https://doi.org/10.1007/s40750-017-0061-4
Sobal, J., & Nelson, M. K. (2003). Commensal eating patterns: A community study. Appetite, 41(2), 181–190. Recuperado de: https://doi.org/10.1016/S0195-6663(03)00112-3