Mi travesía por Zhengzhou, el corazón palpitante de Henan, fue una experiencia donde el pasado milenario y la modernidad más estilizada danzan una coreografía sublime, y donde el JW Marriott, un faro de lujo suspendido en el cielo, me acogió con la elegancia de un templo sagrado.
Al llegar, lo primero que me abrazó fue la silueta majestuosa del edificio, elevándose como un poema de acero hacia el cielo. Un homenaje a la historia, a la belleza, al arte de recibir. Su arquitectura, inspirada en la Pagoda Songyue, parece narrar siglos de sabiduría budista en cada línea, en cada sombra que proyecta al atardecer sobre el vibrante distrito financiero de Zhengdong. El concreto se convierte en cuento, y el vidrio en plegaria.

Entrar al lobby fue como sumergirse en una sinfonía de mármol y luz. Los silencios estaban cuidadosamente dispuestos, como notas que realzan la armonía general del espacio. Aromas sutiles, quizás jazmín con un suspiro de té verde, flotaban en el aire, envolviéndome en una atmósfera de paz sofisticada. Todo estaba dispuesto para los sentidos, para una presencia plena, sin prisas ni agendas. El arte de la hospitalidad, en su forma más elevada.

Mi suite, suspendida a cientos de metros del bullicio citadino, era un santuario de calma. La ciudad se desplegaba ante mí como un tapiz animado, con el lago Ruyi alzando su espejo sereno hacia el cielo. Desde esa altura, las luces de Zhengzhou parecían luciérnagas modernas, y el tiempo se volvía líquido, casi inmóvil. Las texturas suaves, la cama que me recibió como una nube tibia, y el baño amplio como un templo de mármol, me invitaron al descanso profundo de quien sabe que está exactamente donde debe estar.

Caminando por sus pasillos, descubrí que el JW Marriott es un escenario para vivir experiencias memorables. Una cena en The Grill, con sabores que bailaban entre la tradición y la innovación, me llevó a un festín sensorial. Las brasas parecían susurrar secretos antiguos, y el vino, cuidadosamente elegido, fue un abrazo al paladar. Más tarde, me rendí ante los encantos de Man Ho, donde la cocina cantonesa brillaba en cada plato como un poema que se deshace en la boca: sutil, elegante, inolvidable.

Durante el día, entre paseos por el cercano Henan Art Center —un palacio contemporáneo de creatividad y luz—, sentí que Zhengzhou me susurraba secretos de dinastías perdidas, de civilizaciones que dejaron huellas en la tierra y en los corazones. La ciudad, con sus raíces hundidas en lo más profundo del alma china, y su mirada puesta en el futuro, parecía reflejarse también en cada rincón del hotel. En una escapada desde Zhengzhou, me dejé llevar por la llamada ancestral de las Grutas de Longmen, donde el tiempo se detiene y el espíritu se eleva. Talladas en la roca como susurros eternos del alma budista, estas miles de figuras esculpidas parecen meditar en silencio desde hace más de mil años, mirando al río Yi con ojos de piedra y compasión infinita, frente al majestuoso Buda de más de 17 metros. Caminar entre esas cuevas fue como hojear un libro escrito por manos devotas y siglos de historia, donde cada grieta cuenta una canción, cada sombra una leyenda, y cada escultura, una epifanía.

Por la noche, al regresar, me esperaba una serenidad envolvente. A veces, simplemente me sentaba junto a la ventana, dejando que la vista del skyline me contara cuentos modernos. Otras veces, buscaba un rincón del bar para dejarme llevar por un cóctel artesanal y una conversación pausada. La noche en el JW Marriott es para saborearla, como se saborea un buen libro, un perfume raro, un recuerdo que aún no ha terminado de nacer.

