Donde el tiempo se suspende entre el cielo y el mar

Melanie Beard
Melanie Beard
Melanie comenzó su carrera como periodista a la temprana edad de 12 años, compartiendo sus experiencias viajando por el mundo en una columna mensual en el periódico nacional El Universal. Es cofundadora de Marcas de Lujo Asociadas, una comunidad que integra las marcas de lujo del país.

Hay lugares donde el alma llega antes que el cuerpo. Donde la geografía se siente, se lee, como un idioma antiguo que solo el corazón puede entender. Así es Bora Bora, una caricia del Pacífico. Desde el primer aliento, uno entiende que ha cruzado un umbral invisible: el del tiempo que no apura, el del silencio que cura. Todo es más suave aquí —el sol, el mar, el viento— como si la isla misma tuviera la delicadeza de quien sabe cuánto anhelabas llegar.

La aventura comenzó desde el cielo. Con Tahiti Nui Helicopters, me elevé sobre la isla como si el mundo se replegara bajo las hélices. Desde lo alto, Bora Bora se transformó en un lienzo sagrado: la laguna, de un azul imposible, rodeaba el monte Otemanu como una ofrenda líquida; los motus dispersos parecían joyas sobre un manto de jade. Fue un sobrevuelo que me mostró lo más impresionante y bello de la isla, la cual acariciaba con los ojos. En ese vuelo, mi corazón se llenó de una paz que solo puede nacer cuando se es testigo de algo perfecto y ajeno al tiempo.

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Volver al agua fue volver al origen. Con Toa Boat, recorrí la laguna que, como un espejo quebrado en mil tonos de azul, revelaba secretos en cada giro. Nos detuvimos en un punto donde los tiburones de punta negra nos esperaban, deslizándose entre las corrientes con la gracia de un rezo antiguo. Me lancé al agua y, con asombro, nadé junto a ellos, sintiendo en mi pecho el tambor del respeto. Luego vinieron las mantarrayas, suaves, etéreas, como pensamientos que se desplazan sin sonido. La experiencia culminó en una playa privada, donde el almuerzo se sirvió con los pies en la arena y el alma descalza. Pescado recién capturado, frutas que sabían a sol, y leche de coco en cada salsa. Fue más que una comida: fue un acto de gratitud hacia la tierra y sus dones.

La más reciente joya de esta isla sin tiempo es The Westin Bora Bora, un refugio que no irrumpe en el paisaje, sino que lo escucha. Desde el primer paso sobre el muelle, se siente que todo fue pensado con reverencia por el entorno. Mi villa sobre el agua era un susurro de diseño: techos de palma, madera cálida, ventanales que no separaban sino unían el interior con el horizonte. Cada amanecer allí era un ritual silencioso, y cada anochecer, un himno a la quietud.

El spa del hotel fue otro de los templos donde entendí el arte de detenerse. Con aceites perfumados y manos expertas, cada tratamiento era una plegaria al cuerpo cansado. Los aromas —vainilla, tamanu, flor de tiare— contaban historias del lugar, mientras el sonido del agua envolvía todo en una paz líquida. En el Heavenly Spa, el cuerpo se entrega al descanso y el alma encuentra el silencio que no sabía que necesitaba.

Después, la gastronomía se encargaba de continuar la ceremonia: cenas bajo las estrellas, donde los sabores locales eran orquestados con elegancia. El pescado sabía a mar, pero también a memoria. En Tipanier, cada desayuno es una celebración del nuevo día, y cada cena, una conversación íntima con los sabores del paraíso. Los ingredientes, frescos como la brisa del mar, llegan al plato como si hubieran nacido sabiendo que serían parte de algo sagrado.

Cuando el día cerraba los ojos, Bora Bora se transformaba en un suspiro largo. En la Polinesia Francesa se vive un sentimiento de estar volviendo a a u  lugar especial: se vuelve al cuerpo, a la calma, a lo esencial. Entre flores de tiaré, volcanes dormidos y lagunas que respiran como seres vivos, Bora Bora luce en todo su esplendor, un destino donde la vida no se mide en horas, sino en instantes detenidos entre un cielo espléndido y un mar inolvidable.

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