Tomates: básicos de la cocina mexicana

Julieta Cruz
Julieta Cruz
Gastrónoma y doctorante en Comunicación con especialización en vinos por la EMS. Investigadora en periodismo enológico y gastronómico en Ciudad de México, basada en teoría bourdiana, con fundamentos en Sociología y estudios de periodismo. Disfruta entrevistar y difundir la valiosa labor de quienes hacen posible nuestra gastronomía, única y viva en cada ingrediente, sabor y experiencia a la mesa.

Hay ingredientes sin los cuales la cocina mexicana no tendría el mismo rostro. El jitomate y el tomate verde, son dos de ellos. Sin ellos, el puerco en salsa verde no tendría ese saborcito ácido que lo equilibra; la carne en su jugo estilo Jalisco perdería su cuerpo; el arroz rojo, la sopa aguada y los tamales verdes serían versiones diluidas de sí mismos. La salsa verde cruda sobre un taco, el pico de gallo para los molletes, el guisado de albóndigas, los chilaquiles, los huevos a la mexicana, el entomatado… todos dependen del sabor, color y textura de frutos que parecen sencillos, pero que sostienen buena parte del repertorio culinario nacional.

Rojo o verde, el tomate ha estado presente en la olla familiar, en la fonda de mercado y en la cocina ceremonial. Su pulpa guarda una historia que atraviesa siglos y fronteras, un rastro jugoso de lo que hemos sido y de lo que queremos preservar. Es semilla de tradición, pero también fruto del comercio global: el alma del guiso casero y el producto estrella de la agroindustria. En su piel conviven la herencia indígena, el uso en la modernidad pero también sabor profundo y fluctuaciones en el precio en pesos y en dólares. El tomate no sólo se come: se cultiva y se defiende.

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Orígenes

Antes del jitomate, estuvo el tomatillo. Tomatl, decían los antiguos nahuas, para referirse a ese pequeño fruto verde, cubierto de una cáscara translúcida, que hervía en cazuelas comunitarias. Más tarde llegó el xictomatl, el jitomate rojo, redondo y carnoso, “el fruto de ombligo gordo”. Ambos forman parte de la misma familia botánica —las solanáceas—, pero su papel simbólico y culinario en Mesoamérica se tejió de forma paralela.

La domesticación del jitomate se remonta a más de 2,500 años y tuvo lugar en lo que hoy es el sur de México. Aunque su ancestro silvestre tiene raíces andinas, fue en territorio mesoamericano donde tomó cuerpo definitivo y diversidad genética única. Se volvió alimento, ritual, y más tarde, símbolo nacional. Aunque no forma parte de la tan conocida triada de la milpa (maíz, frijol y calabaza), este ingrediente ha sido parte importante de la dieta del mexicano al igual que otros cultivos como chiles y quelites. 

Con la llegada de los europeos al continente, el jitomate cruzó el Atlántico. En un principio despertó desconfianza —su color rojo intenso y su aspecto poco familiar lo volvieron sospechoso en las mesas europeas— pero pronto encontró su lugar. En Italia se transformó en salsa, en Marruecos, en tagine, en India, en chutney y en España en gazpachos y pan con tomate. El fruto que una vez nació silvestre en las tierras mesoamericanas se convirtió en pilar de algunas de las cocinas más influyentes del planeta. Irónicamente, su internacionalización a veces eclipsó su origen: pocos recuerdan que el tomate es, ante todo, mexicano.

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En cada semilla de tomate yace un legado ancestral. Desde los antiguos habitantes de Mesoamérica hasta los productores contemporáneos de Sinaloa o San Luis Potosí, este fruto —en cualquiera de sus dos versiones— ha sido protagonista en rituales, haciendas coloniales y mesas modernas. No se trata solo de un ingrediente: es un símbolo vivo de la biodiversidad, la economía y la identidad mexicana.

Hoy, México produce más de 3.3 millones de toneladas de jitomate al año gracias a un complejo sistema agrícola donde la agricultura protegida —invernaderos, mallas sombra, sistemas de riego— representa más del 60 % de la superficie cultivada (SIAP, 2024). Esta tecnología asegura calidad exportable y altos rendimientos, con Sinaloa como estado líder, responsable de casi el 22 % del total nacional. Sin embargo, la dependencia de mercados como el estadounidense —que recibe más del 90 % de nuestras exportaciones— mantiene la producción en tensión. En 2024, se exportaron 1.82 millones de toneladas por un valor de 2.7 mil millones de dólares (SADER, 2024), pero en 2025, la imposición de un arancel antidumping de 20.9 % obligó a muchos productores a repensar mercados y fortalecer lo local.

El cambio climático también dejó su huella: la sequía de 2023 redujo significativamente la cosecha. La presión industrial exige formas específicas, tamaños y sobre todo resistencia al transporte… pero no necesariamente esto se traduce en sabor.

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Los dos más famosos

El tomatillo, Physalis philadelphica, fue el primero. Presente en salsas, caldos y guisos antes de la Conquista, su carácter ácido, vegetal y fresco sigue siendo vital en preparaciones como el mole verde, la salsa cruda para tacos o los chilaquiles tradicionales. Su cáscara, que se despega con facilidad, no solo es una envoltura; su aroma al tatemarse evoca lluvias y tierra húmeda, y según la usanza tradicional sirve para cortar la baba a los nopales.

El jitomate encontró su plenitud en la fusión virreinal: es protagonista del arroz rojo, del caldo tlalpeño, del pipián, del huevo a la mexicana, de las salsas que acompañan al frijol y a la carne. Tatemado, cocido, hervido, su jugo espeso se convierte en umami nacional. Su contenido en licopeno lo convierte en un antioxidante natural que se potencia con la cocción. Aporta además vitaminas A, C, E, potasio, fósforo, y su consumo habitual se ha asociado con beneficios cardiovasculares y digestivos (Salgado-Meraz et al., 2018).

El tomatillo, por su parte, destaca por su riqueza en compuestos como fisalinas e ixocarpalactona A, con propiedades antimicrobianas y digestivas. También aporta calcio, niacina y vitamina C. Su uso en guacamoles, salsas verdes, caldos guisos y ensaladas es testigo fehaciente de su diversidad.

Semillas guardianas de identidad

En la actualidad, las semillas criollas cobran valor estratégico. En estados como Puebla, Oaxaca y Guerrero aún se cultivan tomates arriñonados, tipo pimiento, ojo de venado o cherry nativo, con contenidos de sólidos solubles que oscilan entre 5.8 y 8 ºBrix. Esta concentración de azúcares y ácidos genera un perfil de sabor complejo que se pierde en los híbridos industriales (INIFAP, 2022).

Según CONABIO, México sigue siendo centro de domesticación y diversidad genética del tomate y el tomatillo. Aquí crecen al menos 65 especies silvestres de Physalis, muchas de las cuales no han sido descritas del todo (CONABIO, 2019). Su conservación no solo es una cuestión de nostalgia: es política alimentaria.

En los frascos de vidrio que muchas mujeres guardan en sus cocinas hay más que semillas: hay memoria. La conservación de variedades locales no sólo protege la diversidad genética del país; también protege la libertad de elegir, de cocinar, de comer distinto. Cada tomate criollo que se tatema en un comal en casa es una forma de resistencia frente a la homogenización de sabores, frente al anonimato de los supermercados y a la globalización alimentaria.

Hoy, defender al tomate mexicano —en todas sus formas, tamaños y colores— es también defender una visión de mundo: una donde el alimento local es lo más valioso, no solo como mercancía, sino como testigo de la identidad nacional. Una donde el campo mexicano y la gastronomía dialogan; una donde el sabor no se estandariza, sino que se aprecia desde el cultivo.

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El tomate no va a ser siempre el mismo. Cambiará con el clima, con las manos que lo siembren, con las fronteras que lo reciban. Pero en México, su raíz está hundida en lo más profundo: en el comal de barro, en el sabor del domingo, en la salsa que no necesita receta porque se hace «a ojo de buen cubero», hasta que sepa sabrosa. Y mientras existan quienes lo siembren sin agroquímicos, quienes lo tatemen a fuego lento, quienes lo vendan en mercados por montoncitos, el tomate seguirá siendo eso: un fruto que no solo se come, sino que nos cuenta nuestra historia.

Referencias

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