Sí, chère Karla, las abuelas decían que recordar es vivir. Y sí, razón tenían, conforme los años llegan a uno, en el saco de los recuerdos que debe estar algo lleno, traemos a la memoria los más agradables, los que más nos causaron felicidad o estados de ánimo superlativos. Nuestra primera edad transcurrió realizando los estudios primarios. Y allí, en la escuela en que el tiempo pasó de párvulo a adolescente, las maestras, los maestros nos fueron dejando ejemplos, razones, historias, vivencias, para siempre grabados y con huellas en el alma. No recuerdo los nombres de ninguna de ellas ni de ellos. Pero tengo sus caras presentes en mi mente. Y cuando el día de hoy surge algún imprevisto salen a colación las reglas, las acciones que nos recomendaron hacer en la vida. Sí, larga vida a todas las maestras de México y del mundo. 

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Pero también, chère Karla, en nuestra vida hay otros maestros y que no tienen el título de esa profesión escolar, pero son maestros porque nos enseñan con su ejemplo, con sus trabajos, con sus charlas, con sus actitudes, la forma mejor de conducirse por los caminos de la vida. Por sus frases que encerraban lecciones de justicia, de moral, de comportamiento ciudadano, de la fuerza que hay que tener para enfrentar las posibles desdichas que ocurren. La enseñanza que nos dejaron para ver la vida de la mejor manera y hacerle frente con las armas del trabajo, del estudio, de la responsabilidad ciudadana. En fin. Muchas acciones a lo largo de la vida hemos recibido de hombres y mujeres que fueron, y son, maestros a los que hay que seguir en su forma de ser para tener nosotros una actitud que nos permita alcanzar la felicidad, la paz, y tener un lugar en el mundo que habitamos.

Yo, chère Karla, recuerdo con gratitud a mi maestro que fue, el poeta don Salvador Novo. Sin darme clases, con su charla fui aprendiendo lo que en la vida hay que hacer para superar cualquier contratiempo. Con su charla en el Petit Bistro que tenía por los rumbos de Coyoacán, aprendí secretos de la cocina. Supe cómo se debe amar el mundo de la gastronomía. Que debe uno estudiar y estudiar y más estudiar para llegar a conocer algunos elementos del arte culinario. Y Arreola, Juan José, que me enseñó, también sin darme clases, como llegar y abrir las puertas de la poesía. Inolvidable también fue mi otro maestro sin título tal, Efraín Huerta, que con su charla, con su actitud diaria, me fue enseñando algunos secretos que permiten abrir el alma y plasmar luego los sentimientos en el papel. Y con él, con Efraín, en las cantinas que frecuentábamos, el tomar la cerveza, el comer los platillos del día, degustar el guacamole que lucía pleno en los molcajetes, los chicharrones en salsa verde, la lengua a la veracruzana, las habas tostadas, el queso Cotija, las quesadillas, los frijoles refritos, los tacos sudados, ver la rifa de los pollos, comer las albóndigas y saborear los chilaquiles, banquetes que lo eran, primero por la presencia y plática de Efraín, luego por sus frases y diálogos plenos de sabiduría literaria, palabras que se quedaban grabadas en nuestra mente para luego al estar sentados en el escritorio y con el papel y la pluma, escribir lo que mejor saliera de nuestro ingenio. 

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Sí, una copa de vino para brindar por las maestras y maestros que en las Escuelas imparten sabiduría, más vino para brindar por las y los maestros que en la escuela de la vida nos llenan de ilusión y de verdades que nos elevan.

Vale

Carlos Bracho

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