Comida de la revolución

Las carrilleras se han vaciado, la guerra terminó, una vez más los ferrocarriles transportan mercancía y no tropas, poco a poco el nuevo gobierno mexicano instaura un sistema diferente, y con ello surge una forma distinta de comer. Los manteles blancos y el abolengo de las cenas porfirianas llegaron a su fin, la comida casera retoma los reflectores o eso es lo que podríamos pensar.

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Con la salida del viejo régimen, muchos cocineros quedaron desempleados y los que no, regresaron a su país natal o abrieron algún restaurante en la capital. Decir que en este periodo surgen los restaurantes como tal en México, sería mentir, pues hay registros de que ya había establecimientos de este tipo en la capital desde antes.

Sin embargo lo que sí ocurrió fue la apertura de lugares con comida de diferentes partes del mundo. Esto se puede considerar como un antecedente de la “gourmetización alimentaria” en el país, pues las clases adineradas gustaban de la comida europea. A la par de estos lugares, las fondas y los cafés afloraron con singular rapidez.

Fachada de Bellinghausen, primer restaurante de comida alemana en México.

El campo mexicano presentó un primer gran impulso, permitiendo que la producción de alimentos fuera mayor, mejorando ligeramente la calidad de vida de la población en general. El ambiente en las ciudades adoptó una vida más acelerada, aunque no habría punto de comparación con la actualidad, así como la llegada de algunos electrodomésticos desde Estados Unidos, abriendo una nueva generación de productores culinarios en casa.

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Los días de lucha

Pero bueno, detengamos el ciclo del progreso y regresemos a los días de la lucha, donde las “Adelitas” jugaron un papel indispensable, mantener alimentados a los soldados, mientras la acción seguía su curso natural. Imaginemos el panorama de estas verdaderas heroínas mexicanas, con carabina en mano y los alimentos que encontraban en el camino o podían llevar consigo, tenían que usar todo el ingenio para que aún entre disparos hubiera comida.

Pero ahí no acaba toda la situación ya que los gustos de ciertos revolucionarios les complicaban aún más la existencia. Por mencionar alguno tenemos a Emiliano Zapata, quien no podía empezar su día sin un atole de ciruela o elote, endulzado con piloncillo (de preferencia), y hecho en una olla de cobre, aumentando el equipamiento de la Adelita zapatista.

Inventos de campaña

En fin, basta de penurias y hablemos de algunas de las aportaciones culinarias que se le acreditan al frente norte del país, quienes no podían dejar atrás su amor por la carne y diseñaron el burrito, originalmente relleno de carne, arroz y frijoles. Si se preguntan por el nombre del platillo, la respuesta es un tanto chusca, el guisado lo transportaban en burro, por lo que se bautizó a la preparación en honor a los animalitos que les facilitaban la carga.

Ahora bien, en las anécdotas que entran en la categoría de “el mexicano no conquista el mundo porque no quiere”, tenemos la historia de la discada, un guisado que mezcla res, tocino, jamón, chorizo, cebolla, chile jalapeño y tomate en el sartén del revolucionario norteño, una rueda de arado. En algunos lugares aún se conserva esta práctica, pues dicen que le da un mejor sabor, sea cierto o no, el hecho de improvisar utensilios de esta manera para seguir comiendo de una forma decente en plena guerra, demuestra el ingenio del connacional.

Las cocinas de la Revolución se pintaron con sangre, se movieron por todo el país, alimentaron a la tropa y con ello marcaron un nuevo capítulo en la culinaria mexicana. Otro año más de conmemorar la lucha y el país sigue cambiando al igual que la cocina, así que volvamos a tomar el tren y dejemos el pasado para continuar con nuestro presente.

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