Era un sábado soñoliento. El reloj estaba a punto de sonar indicando que faltaban quince minutos para el mediodía. El sol no estaba exasperado. No. Era en ese momento un sol brillante pero algunas nubes calmaban un poco el calor. No había nada qué hacer. No había que arreglar la fuga de alguna de las llaves del baño ni lavar el auto ni regar la plantas ni mucho menos barrer el patio. Me disponía entonces a sentarme en mi sillón preferido y empecé a buscar un libro de Sir Arthur Conan Doyle. Entré a la cava para servirme un whisky de malta y me disponía a arrellanarme y gozar de las aventuras de Sherlock Holmes y entre trago y trago del whisky escocés, encendería mi habano Romeo y Julieta. Plan idóneo. Plan maravilloso.

Pero cuando ese rito iba a comenzar sonó el mugre teléfono celular y se acabó todo el idílico momento que planeaba pasar. Era un recado escrito: “Recuerda que este sábado una parrillada o sea una barbecue o un asado o como lo quieras llamar. Pero es una carne asada. Llegamos a las tres de la tarde. Enciende los carbones y prepara todo. Nosotros llevamos el tinto y, claro, el estómago vacío. Firma: Tu familia”.

Tomé de un trago todo mi whisky. No encendí mi puro. Y guardé en el estante a Sherlock. Acomodé los carbones, prendí un ocote y el fuego comenzó su labor. Del refri saqué unas arracheras, unos T-bones y un trozo considerable de un lomo que me decía “ni me metas al fuego, así como estoy es para que devores”. Carne toda que recién había traído de Sonora. Empapelé en aluminio unas cebollas, unas papas y unos jitomates. Los aguacates, las cebollitas y los jitomatitos; la sal de grano y los chilitos serranos hacían que se hiciera “agua” mi boca. Las tortillas eran de puro maíz y el comal de barro lucía esplendoroso pues sabía que formaría parte del rito familiar de aquella parrillada.

A las dos y media de la tarde los carbones estaba en su punto, sí, ya no tenían ese fuego arrebatado que tanto daño le hace a la carne. Puse en las orillas de la parrilla varias tortillas y les coloqué unas buenas raciones de queso Oaxaca. Serían las infaltables “bombas”. Y ya formaban parte del cortejo asador las papas y las cebollas. Saqué luego la vajilla de barro, sí toda de barro. Puse los cuchillos para la carne —que por cierto los compré en París— y los tenedores permanecían ansiosos. El guacamole ya estaba en su punto y estaba muy orondo en el molcajete, lo mismo los trozos de queso Cotija que me hacía ojitos.

Y las tres campanadas sonaron pletóricas en la terraza que mira las copas de los árboles y mira también al cielo. Las sillas y la mesa de madera de teka fueron ocupadas. Los elogios de los comensales fueron grandes. Las carnes soltaban sus olores. Las “bombas” fueron repartidas como para abrir boca. El tinto era de la región de Bordeux. Excelente. Salieron las primeras carnes que estaban cocinadas como marcan los cánones culinarios: término medio. Guacamole y chilitos, cebollas y cebollitas, papas y tortillas, y la sal de grano; lomo, T-bones y arracheras fueron comidas con deleite samaritano. Las caras de toda la familia eran de placer. Daba gusto de verlas. Alguien empezó a tomar las rigurosas fotografías. Al cabo de un tiempo valioso no quedaba ni una pizca de carne en el asador.

Todo había sido “engullido”.

Claro que al calor del vino se habló del futbol, del box, del tenis, otros hablaron de que la poesía no ha muerto y que hay que decirla a los cuatro vientos para que todo mundo se entere que la literatura, la comida, el vino y la amistad son los valores universales que nos quitan el stress y nos lanzan a ideas y a hacer realidad un mundo mejor.

Sí, Karla, fue una parrillada estupenda. Todavía guardo el sabor de mi T-bone y de mi tinto; ah, al final encendí mi habano. Bien. Vale.

Abur.

 

ESCRITO POR Carlos Bracho cbracho@saborearte.com.mx

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