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Golosinas de la infancia

Julieta Cruz
Julieta Cruz
Gastrónoma y doctorante en Comunicación con especialización en vinos por la EMS. Investigadora en periodismo enológico y gastronómico en Ciudad de México, basada en teoría bourdiana, con fundamentos en Sociología y estudios de periodismo. Disfruta entrevistar y difundir la valiosa labor de quienes hacen posible nuestra gastronomía, única y viva en cada ingrediente, sabor y experiencia a la mesa.

En casa los postres eran muy sencillos. Quizás se deba a que no se prendía el horno, era como un mito: se trataba de la puerta debajo de la estufa donde se guardaban tuppers, charolas y moldes diversos, pero no, no lo usábamos. La leyenda casera contaba que hacía unos años un ratón se había colado mañosamente y se había comido el recubrimiento de fibra de vidrio con que contaban antiguamente estos equipos de cocina y por eso nunca se usó –al menos mientras yo era niña, pues mis hermanos (todos más grandes que yo) sí se acuerdan de que mi mamá hacía pasteles y galletas–. 

Así sabemos que la infancia se lleva no sólo en la edad sino también en la memoria. A nuestra mente vienen los sabores de postres caseros que cocinaban en casa cuando éramos pequeños y hoy vienen a recordarnos que siempre podemos regresar a ellos con mucha alegría. 

Arroz con leche

Creo no ser la única que conoció al arroz con leche como una versión más ligera de lo que puede significar el postre hoy en día. Mi mamá solía hacerlo con poco arroz y mucha leche. Siempre era servido caliente para el desayuno o la merienda. Sus notas dulces derivadas de sus propios ingredientes así como la calidez de la canela, lo convertían en una de esas peticiones obligadas para las temporadas frías del año. Ahora que lo pienso detenidamente era como un atole de arroz más que un postre en sí. Disfrutarlo en una textura melosa y consistente era algo reservado para cuando se compraba como antojo al final de una salida a los tacos o en alguna kermesse escolar. 

Gelatina de mosaico

Recuerdo que siempre en los cumpleaños de los compañeros de la primaria se festejaba no sólo con dulces, piñatas, juegos y sandwiches o bocadillos como marinitas con atún y verduras o mini hojaldritas de pollo con mole, sino que lo obligado era un pastel con flores de merengue y gelatina en vasitos –creo que debería volver a celebrar así mi cumpleaños algún día–. Las gelatinas eran variadas: de agua, con pasitas, de leche, de yogurt, con duraznos…  pero sin lugar a dudas la de mosaico era mi favorita, al grado que podía omitir la rebanada de pastel. Quizás se trataba de su textura, la combinación de sus sabores o sólo la vista, esta gelatina ha marcado la infancia de muchos.

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Pastel de 7 limones

¡Esta era mi especialidad! Nada más sencillo que abrir una lata de leche condensada y combinarla con el jugo de 7 limones verdes, mezclar bien y disponer en un refractario alternando con capas de galletas marías. ¿Lo difícil? Ser paciente hasta que se endureciera el postre por al menos 2 horas y media. En casa éramos tantos que el postre tardaba más en hacerse que nosotros en acabarlo. 

Fresas con lechera

Del cuento del ratón –que sí era verdad, lo comprobé en mi adultez– derivaron sólo postres sencillos. De esos, uno de los mejores se preparaba en temporada de fresas y eso consistía en lavarlas, desinfectarlas, quitarles el rabito, depositarlas en un bowl de vidrio muy grande y verter sobre ellas una lata de leche condensada; revolver y dejar reposar una hora en el refrigerador. Una versión de fresas con crema mejorada que refrescaba las tardes de verano.

Flan napolitano

Lo más en lo que yo cooperaba para esta delicia era en comerla. Años después aprendí a prepararlo y sin duda alguna, es un postre que sigue presente en el recetario de la familia: 4 huevos, 1 lata de leche condensada, 1 lata de leche evaporada y 1 cucharada de extracto de vainilla se mezclan en la licuadora y se vacían en un molde de unos 20 centímetros de diámetro en el que se haya hecho caramelo con unas 3 cucharadas de azúcar refinada. Se tapa y se lleva a baño maría por aproximadamente 1 hora, se enfría y se mete al refrigerador  para obtener una mejor textura por mínimo 4 horas. Aquí también sufría por la espera, casi siempre el sueño podía más y lo disfrutaba hasta el día siguiente. ¿El plus? Añade una barra pequeña de queso crema para un flan de queso o la pulpa de un mamey para obvio, un flan de mamey.

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En temporada también se preparaba calabaza en tacha, dulce de zapote con jugo de naranja y ron, plátanos con crema, unos pasteles mágicos de cajita que se podían hacer en la estufa (¿Sorpresa se llamaban?), ensalada de manzana navideña… en fin, esos fueron los postres caseros que al menos marcaron mi infancia. ¿Qué hay de la suya? Cuéntenos más en los comentarios.

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