Los hogares se perfuman de copal y cempasúchil, las calles relucen sus vestidos de papel picado y el corazón de los vivos rebosa de recuerdos. Y aunque las fechas de muertos ya hayan pasado, el espíritu prevalece entre los mexicanos y es motivo suficiente para hablar de un elemento, poco tratado en la ofrenda moderna.

Una triste realidad, es que los dulces típicos mexicanos, son cada vez menos consumidos, a tal grado que incluso han sido eliminados del imaginario del altar de muertos. Si es verdad que las calaveritas de azúcar, chocolate o amaranto siguen presentes, hay un gran número de golosinas que se ha perdido.

Con el corazón de azúcar

Retomando el ejemplo de las calaveritas, podemos decir que su simbolismo prehispánico, es un gran motivo de su supervivencia. Pero más allá de ser la representación del fragmento de un tzompantli, el altar de cráneos que construían los mexicas, pertenece a un grupo mayor de golosinas tradicionales, los alfeñiques.

Dando forma a frutas, ataúdes, ángeles, animales, o incluso ofrendas en miniatura, estas piezas de arte azucaradas, son muy importantes para la comunidad de Toluca, con su feria anual del alfeñique, sin embargo, en el marco del día de muertos han sido relegados. Son pocos los hogares donde se siguen utilizando estos dulces para dar vida a los altares, y satisfacer el gusto de los difuntos por un pequeño caramelo.

Algo similar sucede con las frutas cristalizadas, aunque en su caso, son dos factores los que poco a poco las retiran de las mesas de muertos. Por un lado encontramos la escasez de personajes de la culinaria mexicana, que conserven los saberes para elaborarlos, ya que no sólo requieren una cantidad impresionante de tiempo para realizarse, sino que también es necesario el dominio de la técnica, para hacerlos de manera correcta.

Mientras que en el otro lado encontramos un conflicto con las generaciones modernas, que han perdido, parcialmente, el interés en las tradiciones. Aunado a su constante preocupación por las restricciones alimenticias, ya sea por enfermedad o por ser parte de una tendencia.

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Placeres de tiempo y dulce

Aunque si de repercusiones modernas hablamos y retomando una vez más el tiempo, preparaciones como la calabaza en tacha, jamoncillos y dulces de leche, han sido relegados por la velocidad de la vida actual. Su único pecado ha sido tener una cocción lenta, prolongada y que necesita ser cuidada constantemente.

La menos problemática de los tres, es la calabaza, ya que si se hace de la manera tradicional va horneada en agua con piloncillo. Rescatando un poco de su historia, esta preparación proviene de los ingenios azucareros en los que se procesaba el jugo de la caña de azúcar en hornos compuestos por dos calderas. 

En una de estas calderas se colocaba un saco de tela con trozos de calabaza de castilla y se dejaba cocer en los vapores del jugo, el nombre de este horno era tacha, de ahí el bautizo de la preparación.

Mientras que los jamoncillos y dulces de leche requieren de movimiento durante toda la cocción, para evitar grumos y que se pierda el producto. Por si el movimiento perpetuo fuera poco, se debe de hacer a fuego bajo, para que la leche no rompa el hervor, haciendo que el proceso dure varias horas.

La lista podría seguir, pero el punto, más allá de mencionar elementos que tradicionalmente forman parte de nuestras ofrendas, es hacer ver la crisis que viven los dulces tradicionales. No es necesario comerlos todos los días, pues habría repercusiones a la salud, como cualquier otro alimento en exceso, pero no son malos de vez en cuando, salvando las tradiciones de nuestros padres y abuelos y apoyando a los pequeños productores.

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