El trabajo de un pan de muerto es más difícil de lo que pueden imaginar, y más en estas fechas, cuando las primeras velas ya se han prendido y los altares se preparan para engalanar las casas mexicanas. Ya sea el mero día o desde un poco antes nos toca hacer que sobreviva a mascotas y a los más golosos que pican el altar.
A lo largo de estas líneas les contaré algunas de las peripecias que mis hermanos y yo vivimos año con año, con tal de alimentar a los que ya cruzaron al otro barrio. Perdonen mi descortesía al no presentarme, pero soy un pan de muerto; sí, de esos que tienen sus canillitas y costra azucarada, más de uno ha conocido a mis parientes, quienes empezaron a salir de los hornos desde inicios de mes.
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Como buen personaje de ficción les advierto que no piensen en mi origen, ni en la manera en que sé las historias de años pasados, solo las sé. Así que diviértanse un rato con los relatos que les traigo y ojalá se sientan identificados con más de uno.
Hace dos años mi prima oaxaqueña, la regañada –nadie recuerda por qué la regañaron, pero se le quedó el nombre– casi se queda sin asistir a la ofrenda gracias a Reina, una labrador muy juguetona y de buen colmillo que gusta de comer todo lo que encuentra. Antes de relatarles su chusca desgracia, les contaré un poco de ella, es un pan grande y con un decorado muy vistoso, por lo que se puede observar desde lejos (aunque acá entre nos es un poco tímida).
Mientras la familia arreglaba la mesa para la ofrenda a ella la dejaron en un pequeño buró, donde parte de su cuerpo quedaba al descubierto. Al poco rato de soledad pasó a olfatear Reina y al percibir su aroma le pegó una mordida, arrancándole un grito a mi pariente, por fortuna cuando se disponía a atentar una segunda vez contra su cuerpo, el padre de la casa la rescató colocándola en la ofrenda y tapando su lesión con unas bellas flores de cempasúchil.
Así como mi prima, muchos de nosotros tenemos heridas de ofrenda, algunos por animales, otros por caídas inesperadas o aplastones en el auto, etcétera… pero las peores, son las de los niños, pues no se conforman con un cachito y nos comen completitos, dejando a sus muertitos sin un poco de pan para acompañar el café y chocolate de mesa.
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Otra historia muy recurrente en la familia es como la que le pasó a mi tío de Guerrero, el alma de azúcar, quien tuvo la suerte de tener una familia muy cuidadosa y llegó completo a la ofrenda, pero que sirvió de engaño para los pequeños de la casa. Según la abuela de aquel hogar –quien perpetró la mentira–, era para que los niños vieran que los difuntos sí habían llegado a comer lo que les dejaron, así que tomaron un poco de mi tío y lo dejaron en el platito del café. A él no le importó ser parte del cuento, parecía chiquillo también jugando la travesura.
Si lo vemos desde la parte romántica, es bonito para los niños ver que sí son ciertas las historias que cuentan sobre las ánimas y su llegada a las casas, pero tampoco es lo mejor, pues al final del día los engañas –y hasta los asustas pensando en que van a ver algún espectro– y eso, nunca es bueno.
Ahora bien, seguro se preguntarán si es verdad lo que dicen de la llegada de los parientes durante los primeros días de noviembre. Ese es uno de los secretos mejor guardados de los que laboramos en la ofrenda.
Aquí entre nos y solo porque ya les conté hasta de mi familia, tampoco nosotros sabemos. A veces se sienten corrientes de aire que nos hacen endurecer y se escuchan ruidos raros a mitad de la madrugada, pero nada más. Al fin y al cabo ¿yo que voy a saber? ¡Soy un pan!
En fin, yo me despido pues mi ofrenda me espera, y uno nunca sabe, quizá este año pueda confirmar si llegan o no fantasmas, o tal vez sus panes les puedan contar, si ese es el caso compartan sus historias y sigamos disfrutando de las tradiciones de nuestro país.
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