Las actividades del doctor Luis Alberto Vargas son vastas, y se fundamentan en dos pilares esenciales para la calidad de vida del ser humano: la salud y la alimentación, a través de la antropología. Es un experto en cultura alimentaria e incansable promotor de la comida mexicana.

Luis Alberto Vargas

¿Cómo decidió ser médico y cómo decidió ser antropólogo?

La historia de mi vocación es muy sencilla. Mi padre era un médico exitosos como radiólogo clínico, terapeuta, especializado en cáncer; pero muy pronto en su carrera se dio cuenta que había un mundo mucho más allá que los hígados, los riñones o los pulmones, y que era el maravilloso mundo de la cultura. Entonces, él organizó en los hospitales donde trabajaba, fundamentalmente el Hospital ABC y el Hospital Infantil de México, ciclos de conferencias y presentaciones con los intelectuales de la época, los años 50 del siglo pasado, que siguió esto en los 60, 70 y los primeros 80. Invitaba a un grupo destacado de pintores, artistas de la música, arqueólogos, antropólogos, etc., y eso me fue metiendo en un mundo diferente; viví mi infancia rodeado de música clásica y de buena pintura. Mi padre decidió aplicar los rayos X al estudio de obras de arte, en esto sus hijos y mis amigos lo ayudábamos: ir a museos, tomar radiografías de los cuadros. Y se hizo amigo de un personaje muy importante que fue el doctor Eusebio Dávalos Hurtado —director por muchos años de Instituto Nacional de Antropología e Historia—, y a través de Dávalos conoció a muchísimas más personas del mundo antropológico. Entonces organizó también —ya en los 70 y 80— conferencias en lo que era la librería británica, donde pasaron personajes maravillosos, por ejemplo ahí tuvimos oportunidad de escuchar por primera vez a Alberto Ruz hablar de la tumba de Palenque y cómo la descubrió; a etnomusicólogos destacadísimos como Raúl Hellmer, Thomas Stanford, presentando obras musicales. Pero realmente hasta ahí mi interés era por la medicina; entré a Medicina y tuve la fortuna de llegar a un grupo muy consolidado en el Hospital General de México que manejaba el doctor Fernando Martínez Cortés, un hombre con un perfil humanístico impresionante que me comenzó a interesar también en otras cosas; de ahí tuve una vocación ciertamente humanística y mi duda al terminar Medicina era con qué seguir: si hacer una residencia con alguna especialidad, dedicarme a los rayos X —cosa que nunca me atrajo—. Fue entonces que decidí que el otro camino para lo que me interesaba a mí —que era una visión macro de la medicina— era la antropología, por lo que me inscribí en la Escuela Nacional de Antropología, con una ventaja enorme pues ya conocía a muchos de los profesores y compañeros; por ejemplo uno de mis amigos de juventud fue Eduardo Matos, que en realidad descubrió su vocación de arqueólogo en mi casa, es decir, por las amistades de mi papá, por las conferencias, y se lanzó a la arqueología. Como él dice: “salí de arqueólogo de casa de los doctores Vargas”.

La antropología me abrió otras puertas, hice después mi doctorado en antropología en Francia, pero el mundo de la alimentación estaba lejano, me gustaba comer bien, pero ninguna cosa profesional.

Mi incursión en el mundo de la alimentación se dio en la Facultad de Medicina; estuve muy ligado al grupo de historia y filosofía de la medicina en esa Facultad, donde di clases muchísimos años. Con ese grupo nos lanzamos a otra aventura, inconclusa, que fue escribir una historia de la medicina en México, y en esa historia decidí hacer los capítulos de historia de la alimentación en México: me fui a mayas y mexicas y encontré un tesoro de información que había sido poco tocado, es decir, casi todos los trabajos anteriores simplemente eran citas de Sahagún, Bernal Díaz del Castillo —las fuentes del XVI—, pero no se habían metido más allá a ver qué cosas regalaba la arqueología, qué datos contemporáneos había, comparativos etnográficamente, y lo primero que escribí sobre el tema fueron dos capítulos sobre la alimentación de los mexicas y mayas en la Historia general de la medicina, seguidos por un capítulo del siglo XVI que pasó después de la conquista. Ahí encontré una mina de oro, que había un material magnífico, que sigo trabajando hasta nuestros días. Actualmente estoy enfrascado en terminar un libro sobre alimentación de los mayas antiguos, que es una continuación muy larga de ese capítulo original.

Esto me abrió las puertas y tuve la suerte que esta Universidad Nacional Autónoma de México, que es tremendamente abierta, generosa, plural, me brindara la oportunidad de establecer contactos con otros colegas que están interesados en lo mismo pero que no se conocen. Fue así que en los 80 formamos un pequeño grupo que nos dedicamos a visitar las universidades de los estados y buscar alumnos de biología, de carreras médicas, y llevarles la idea de que buscaran los productos locales que no tuvieran difusión nacional. Este pequeño grupo compuesto por biólogos, antropólogos, nutriólogos, conseguíamos que nos invitaran y trabajáramos con los alumnos una semana. El propósito era que ellos descubrieran qué alimentos tenían en sus regiones y desconocidos en el resto del país, y que marginaban y despreciaban hasta cierto punto. Fue formidable porque salieron las recetas de las abuelas, de lo que se consumía en casa pero no se decía, el uso de quelites o de animales locales, y nos dimos cuenta que había ahí un mundo por descubrir.

Con el correr de los años, el Grupo Mexicano de Antropología de la Alimentación, al que llamo una “pandilla” porque somos un grupo no formal, sino de amigos que nos llevamos muy cordialmente, tanto en México como en otros países, se va consolidando; comenzamos a ir a las reuniones de la Unión Internacional de Ciencias Antropológicas donde me encuentro con colegas de todo el mundo interesados en antropología de la alimentación. La inquietud siempre ha sido que esto no sea un ejercicio intelectual estéril sino que tenga un aterrizaje concreto; para esto hemos organizado muchas cosas, tal vez lo más espectacular son algunos talleres que hacemos en restaurantes, los hemos hecho en el Tajín de Alicia Gironella o Pujol, donde escogemos un tema, por ejemplo la alimentación de los mayas antiguos; invitamos a alguien que nos hable de la cultura maya; alguien, casi siempre un biólogo, que nos hable de los recursos naturales del área maya que son distintos a los de otras zonas; después hablamos de la comida de todos los días, de la comida de fiestas y terminamos con un balance general; al final tenemos una degustación más amplia, con los platillos de los que se han hablado, en este ejemplo de la cocina maya tenemos algo con chaya, con ramón, venado. Este tipo de reuniones los hemos hecho en varios lados, como el Club de Industriales y en Madrid en la Casa de las Américas. Estos talleres nos sirvieron para irnos adentrando en este mundo e ir conociendo a muchas personas.

Paralelamente a lo que estoy contando, se me abre otro frente vocacional muy interesante, y es que cuando llego a México después de doctorarme en Francia, en 1971, con mi esposa que es médico y antropóloga también, y con un hijo, no tenía trabajo; me acerqué a la Universidad Iberoamericana, que en ese año se estaba creando la carrera de nutrición. Mis clases fueron sobre la parte cultural de la alimentación. A los pocos meses empiezo a trabajar en el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM, y al buscar en las bibliotecas del instituto y de mis colegas no miento si le digo que encuentro un máximo de 10 libros sobre antropología de la alimentación; eso me abre una puerta: comienzo a trabajar mucho el tema de nutrición; hago de los primeros trabajos en México sobre indicadores del estado de nutrición, el uso de las mediciones del cuerpo, etc., para ver si las personas están delgadas, obesas, qué carencias tienen, y eso me abre otro filón: esos dos caminos se juntan cuando hace más de 20 años entré al Comité Editorial de Cuadernos de Nutrición.

 

¿Qué estado guarda la antropología de la alimentación en México?

Durante muchos años la antropología de la alimentación se consideró el patito feo, no había mucho interés, sin embargo nuestro grupo —que funciona desde los 80— ha tenido una gran ascendencia. Nuestro grupo tuvo la ventaja de nacer en el mundo académico, por la unión de investigadores del Instituto de Biología, de la Facultad de Medicina y otras, y siempre ha sido un grupo sólidamente académico; la otra ventaja que tuvimos es nuestra asociación internacional con el Comité de Antropología de la Alimentación de la Unión Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas que pertenece a la UNESCO.

 

Comer es un acto social, ¿qué transformaciones ha vivido esta socialización en los últimos años?

Han pasado varias cosas. En primer lugar, lo que ha ocurrido es que la vida moderna nos ha llevado a situaciones son bastante complejas; una que es que la necesidad y el gusto de probar cosas nos lleva a comer fuera; sin embargo el corolario de esto es muy negativo, ya que cada vez cocinamos menos en casa. No hay preparación de los alimentos en casa. Hay una autor que me está interesando mucho que sostiene que la obesidad nos viene de que cada vez comemos más productos industrializados. Siempre culpamos a la chatarra, pero no sólo es eso, es que ya no preparamos la comida desde cero, compramos los productos industrializados, ya procesados, y quizá sí les podemos dar un toque final en la casa, por ejemplo quién hace hoy tortillas en casa. Es decir, esto es un aspecto muy importante, porque ha afectado mucho nuestra nutrición y nuestra salud.

 

¿Qué factores influyen en el cambio de gusto de las sociedades?

Esto es muy interesante. Nuestro gusto va cambiando, primero por la oferta industrial, los niños que han sido educados con ciertas marcas, creen de verdad que eso es “el sabor casero”. Es decir, la industria nos ha impuesto los gustos, y es un tema que me interesa mucho, porque es muy claro desde el punto de vista biológico que lo que come la mamá durante el embarazo determina en gran parte el gusto de sus hijos.

 

¿De cuáles de sus trabajos de investigación se ha sentido más satisfecho?

Un libro que escribí con Janet Long: Food Culture in Mexico, que ha sido muy exitoso en Estados Unidos y en México prácticamente es desconocido. Creo que Janet y yo debíamos hacer otro libro más a nuestro gusto y en español. Quizá sentimentalmente, los capítulos de la Historia general de la medicina me han dado satisfacción porque me abrieron un mundo por explorar que afortunadamente sigo trabajando en él y espero terminar pronto el de mayas y después seguir con el de mexicas, porque la cantidad de información que uno encuentra es pasmosa; prácticamente no hay mes que no encuentre material nuevo sobre la alimentación de los mayas, pero que nadie la junta y nadie la interpreta; por ejemplo, salió un artículo en una revista muy técnica de arqueología donde encuentran en el área maya esferitas de barro cocido que no saben para qué son, hasta que finalmente uno de los arqueólogos se lanza a ver y encuentra que son para una finalidad muy sencilla: para el horno pib, es decir, es para aislar lo que se cocina de la tierra, creando una cámara de aire. Esos y otros datos están dispersos y lo que pretendo es reunirlos.

Texto y fotografía: Julio Chávez

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